C. C.
C.C. es el Cambio Cultural que nos hace falta y debemos hacer, tanto para nuestro desarrollo como especie como para coexistir adecuadamente, entre nosotros mismos y con el entorno
Estas siglas suelen relacionarse con la potencia de un motor de combustión, haciendo referencia a los centímetros cúbicos del mismo. También podría pensarse que, quizás por los últimos artículos, me iba a referir al cambio climático. Pero las mismas pretenden significar mucho más, por eso también las he utilizado como titular, a ver si llaman la atención y se implantan algo; aunque ya adelanto que su contenido da para mucho y a muy largo plazo.
Con C. C. estoy intentando referir el Cambio Cultural que nos hace falta y debemos hacer, tanto para nuestro desarrollo como especie como para coexistir adecuadamente, entre nosotros mismos y con el entorno. Pero no hablo de nuevas u otras formulaciones de lo que suele considerarse como cultura, entendiendo por tal el bagaje que vamos acumulando como especie y que rige y permanece más a lo largo de nuestro devenir. Más bien, lo que vengo a exponer sucintamente es un cambio de perspectiva, mentalidad y referencias a este respecto.
A lo largo de nuestra historia, la cultura ha estado constituida sobre todo por aspectos propios, humanos: desde el arte a la religión, pasando por el estatus social, hábitos, economía, tecnología, educación, justicia, etcétera. Es decir, nuestra cultura se ha ido conformando sobre todo a base de elaboraciones propias, aunque las referencias primigenias de prácticamente todo hayan sido naturales.
Como expongo en mi libro Guía existencial para (el) ser humano, esto puede parecer lo lógico y normal, pero también pienso que ha sido otra muestra (quizás la más evidente) de nuestro geocentrismo, característico de la etapa, y comportamiento infantil -aplicados en este caso a nivel social- en los que hemos estado imbuidos hasta ahora; en una cosmovisión eminentemente intraespecie, acotando y restringiendo así la conformación de nuestro patrimonio cultural.
Contamos con una cultura que solo vale para nosotros mismos, para nada ni nadie más
Como resultado, hemos ido convirtiendo en tótems nuestras propias creaciones, haciéndolas ideales, únicas y válidas, como por ejemplo el dinero, las posesiones, las creencias, las ideologías, nuestras normas, valores, leyes… Pero el problema es que lo hemos hecho en claro contraste, detrimento e incluso oposición a lo que es natural; alejándonos así cada vez más del origen y referencia principal.
De hecho y a día de hoy, contamos con una cultura que solo vale para nosotros mismos, para nada ni nadie más. Lo que, entre otros inconvenientes, resulta un bagaje inútil fuera de nuestro propio entorno. Esto es, que nos limita, haciendo que seamos una especie aislada y puede que sin encaje en el medio, incluso rechazada por el mismo si seguimos así. Pero ahora no tiene razón de ser sino impedirnos que, siguiendo el proceso natural, maduremos o pasemos a la siguiente etapa de desarrollo en nuestra evolución, si llegamos a ella.
Los ejemplos de lo que intento describir son incontables, por lo que citaré los ámbitos más destacados, tanto por lo que abarcan como por su influencia. Empezando precisamente por los llamados “contenidos culturales”, como la literatura, el cine, las artes plásticas, la música o la televisión, caracterizados fundamentalmente por la ficción, la violencia y el sexo, es decir, por lo que interesa y llama la atención en la etapa adolescente humana. Continuación, por tanto, de las fantasías, miedos y cuentos también característicos de nuestra etapa infantil, en la cual todavía perduran millones de personas que siguen creyendo y viviendo en base a las cosmovisiones religiosas. Mientras que nuestra escala de valores también corrobora este impasse entre las etapas infantil y adolescente de nuestra especie, al seguir presidida por el materialismo egoísta (del mío-mío al mimetismo marquista), que todavía nos lleva a supeditar nuestro tiempo y objetivos tras los bienes de consumo de turno. Lo que también se traduce y comprueba en nuestra economía, que es unidireccional (no un intercambio con el medio) y exclusivamente en nuestro propio beneficio, es decir, totalmente egoísta.
Siendo que nuestras relaciones sociales también responden a esta etapa intermedia (los infantes suelen ser muy suyos y los adolescentes bastante antisociales), ya que las mismas se caracterizan más por la competencia y la desconfianza que por la colaboración. Mientras que lo que dirige nuestro devenir social, como puede ser la política, se define por la traición (“casi la regla y no la excepción”, según el expresidente colombiano Juan Manuel Santos) y la mentira (“a la cara”, como ha manifestado el periodista y presentador de televisión Iñaki López); en medio de luchas que, precisamente y más bien, recuerdan a las de bandas de la cultura adolescente. Todo ello, además, con una educación, tanto formal como informal, en la que se sigue primando el adiestramiento y no el desarrollo de las aptitudes o capacidades de las personas.
Así, y en resumen, enfrascados como hemos estado sobre todo en nuestro propio ensimismamiento, me atrevo a establecer una proporción en base a la cual la cultura humana de los últimos milenios ha estado constituida en un 75% por referencias exclusivas nuestras y una cuarta parte procedentes del entorno o naturales, como por ejemplo las necesidades fisiológicas o los procesos de reproducción, nacimiento, crecimiento y muerte; es decir, casi lo que puede inscribirse bajo el epígrafe de “leyes naturales o de vida” y de las que no hemos podido o sabido prescindir hasta el momento.
Y en esto se basa el C. C. que propongo, en cambiar diametralmente esta proporción, pasando a ser justamente al revés: que tres cuartas partes de nuestra cultura tengan como referencia lo natural y a nuestro entorno y un 25% sean códigos internos.
Seguir mirándonos el ombligo como especie, centrados en y para nosotros mismos, es a todas luces erróneo
Como prueba evidente y camino a seguir en lo que pretendo exponer en este artículo, resulta que lo más fiable que tenemos para invertir nuestra cultura (en el doble sentido, de cambiar y de inversión) es la ciencia (el saber o conocimiento), prácticamente el único bagaje humano que hasta ahora nos ha ido revelando acertadamente la existencia y ayudado en ello también con éxito. Y precisamente la ciencia se basa principalmente en observar, experimentar e investigar lo natural, el medio, lo que nos rodea; es decir, que nos proporciona visibilidad, información y explicación de lo que hay en nuestro entorno y por eso es válida. Pero esa validez científica queda en nada si las bases y referencias de conocimiento y experimentales son artificiales, creadas y subjetivas, como ocurre en la inmensa mayoría de nuestra cultura vigente.
Gracias a la ciencia, ahora empezamos a reconocer otros ejemplos que sí han seguido (quizás mejor que nosotros) a la naturaleza en su evolución y desarrollo, con el caso emblemático de las plantas que expuse aquí mismo (ver “¿Están las plantas más evolucionadas que nosotros?”); todo un prodigio de vida, economía, relaciones y patrimonio naturales.
Si realmente queremos convivir y existir en un mundo y cosmos en los que, también gracias a la ciencia, sabemos que todo está interrelacionado, seguir mirándonos el ombligo como especie, centrados en y para nosotros mismos, es a todas luces erróneo, como he expuesto aquí a este respecto en los artículos sobre los puntos de no retorno existencial (I, II y III) que estamos sobrepasando, quizás y precisamente debido a que vivimos obnubilados entre nuestras propias referencias, internas y solo válidas para nosotros, como se está comprobando en nuestra relación con el planeta.
Pero si lo que pretendemos es vivir lo más y mejor posible en esta suerte de espacio y tiempo en el que nos ha tocado desarrollarnos, entonces tendremos que ir cambiando nuestra cultura, dejando las referencias internas para nosotros mismos y estableciendo otras más universales, para integrarnos lo más adecuadamente posible en el conjunto o Todo, que es lo adecuado al desarrollo de una etapa como especie adolescente que somos. Eso sí, sin renunciar a nuestra especificidad, sino haciendo un C. C. con todos los centímetros cúbicos de nuestro cerebro, que es un magnífico órgano natural, como bien sabemos también científicamente.