Barreras humanas
Cualquier criterio nos resulta válido para adscribirnos, bien para no parecer unos “herejes” en nuestro entorno social o para excluir y diferenciarnos de los demás.
Además de las barreras físicas, como las rejas de las cárceles, muros como el que intenta separar a israelíes y palestinos, “telones” para dividir sistemas político-económicos o incluso las fronteras con las que solemos delimitar tierra, mar y aire, los humanos también nos ponemos otras mentales, que tampoco son naturales sino construcciones personales, sociales o culturales.
Una buena muestra de ello ha sido la prueba realizada con varios voluntarios a los que se les pidió que se definieran e identificaran, para lo cual la mayoría se refirió a su nacionalidad, pertenencia a algún grupo y, por supuesto, a sus vínculos familiares. Así, un chico resaltó su clara identificación por el simple hecho de haber nacido en un lugar tan singular como Islandia, haciendo además gala de esa característica al presumir improbables mezclas con otras poblaciones. Otro participante inglés también apeló a su insularidad y, utilizando referencias a la contra o en negativo, indicó su diferenciación e, incluso, rechazo hacia lo alemán, claramente en base a la rivalidad histórica entre ambos países. El caso es que, tras las correspondientes pruebas de ADN, resultó que el islandés contaba con genes españoles y portugueses y, por lo que respecta al inglés, tenía ascendencia alemana.
Dentro de 50 años, un tercio de la población, es decir, más de dos mil millones de habitantes, tendrán que vivir en auténticos desiertos. A ver qué barreras ponemos a eso
Esto, que puede parecer anecdótico, en cambio es un exponente más de lo absurdo de nuestras autoconstruidas delimitaciones, individuales o colectivas. Ya que una cosa es tener referencias y adscripciones o, incluso, definir criterios para mejorar la organización y orden sociales, pero otra es hacer compartimentos estancos e impermeabilizar a la mismísima existencia y su desarrollo. Es decir, y recurriendo a dichos populares, ni “todo el monte es orégano” ni tampoco podemos “ponerle puertas al campo”.
Analizando ejemplos naturales, como suelo hacer en esta columna de opinión, en las migraciones de tantas especies animales, entre las que destacan las aves, no se observa que cuando llegan a su destino puedan o no instalarse según su origen o pasen por algún tipo de control. Lo mismo que con las manadas de ñus en sus desplazamientos, o una lombriz que se haya pasado a otro país en sus incursiones subterráneas o el delfín que surque diferentes aguas territoriales. Tal y como nos relatan los expertos a este respecto, esas migraciones responden a cuestiones climáticas (buscando las temperaturas más benévolas, los llamados “cuarteles” de verano e invierno) o en busca de alimentación. Mientras que la territorialidad, también presente en otras especies, suele tener que ver con la reproducción.
Nuestro caso solo se parece en cuanto a la procura de manutención, como ha ocurrido en las grandes migraciones a América o las actuales a Europa. Aunque ahora también empezamos con los desplazamientos debidos al cambio climático que estamos ocasionando y que, según la NASA, ha aumentado el nivel del mar unos 15 centímetros durante el siglo XX, alcanzando ya un ritmo anual de unos 3,4 milímetros, lo que pone en riesgo a 267 millones de personas que viven a dos metros sobre el nivel del mar o menos, según una investigación publicada recientemente en la revista “Nature Communications”. Mientras que otra revista como “National Geographic” también acaba de publicar que, dentro de 50 años, un tercio de la población, es decir, más de dos mil millones de habitantes, tendrán que vivir en auténticos desiertos. A ver qué barreras ponemos a eso.
Desde hace mucho tiempo estamos empeñados en autoestabularnos, cual ganado que se cuida “a” y “de” sí mismo
Desde la casa, familia o clan al que pertenecemos, el barrio, la parroquia, el pueblo o ciudad, la provincia, la región, el país, los equipos o clubs de todo tipo, la afinidad ideológica, la procesión religiosa, la edad, la sexualidad, el consumo, la profesión o trabajo, el estatus, las banderas de toda clase; cualquier criterio nos resulta válido para adscribirnos, bien para no parecer unos “herejes” en nuestro entorno social o para excluir y diferenciarnos de los demás. Así y desde hace mucho tiempo estamos empeñados en autoestabularnos, cual ganado que se cuida “a” y “de” sí mismo. Nos autoencasillamos y autodelimitamos para no mezclarnos o no compartir, en una especie de convivencia aséptica artificial.
Por no hablar aquí y ahora del más que demostrado principio evolutivo de la “ayuda mutua” o de que, como se suele decir, “el mundo da muchas vueltas” y por eso es mejor practicar aquello de “hoy por ti y mañana por mí”, como por ejemplo nos ha pasado a los españoles cuando emigramos a América o a Europa; mientras que ahora, cuando hemos tenido oportunidad de mejorar en calidad de vida, nos toca ser un país receptor de corrientes migratorias.
Pero parece que poco sabemos y menos aún hemos aprendido de los cuatro grandes procesos migratorios del Homo sapiens y que nos han mezclado y traído hasta aquí, tal y como expone Antonio Campillo en su libro El concepto de lo político en la sociedad global. El primero de ellos, el de “nuestros antepasados africanos”, fue la “expansión geográfica y la diversificación física y cultural de la especie humana”. El segundo, protagonizado por “los pueblos conquistadores del Neolítico”, correspondió a la “expansión territorial de los grandes imperios agrarios” y a la aparición de los Estados. Mientras que el tercer proceso fue el “de los colonos europeos y dio lugar a la moderna sociedad capitalista”. Y la cuarta gran ola migratoria de la historia de la humanidad, iniciada en las últimas décadas es “inseparable de los diversos procesos económicos, políticos y culturales que están dando origen a la sociedad global”.
Si bien históricamente el proceso de asentamiento de nuestra especie en las ciudades, luego en las ciudades-Estado, incluso en los Estado-imperio, después en las naciones y ahora en los organismos supranacionales, como la Unión Europea o la ONU, ha requerido y precisa -repito- organización y orden sociales; en cambio, poco o nada tiene esto que ver con todo un muestrario de barreras que nos imponemos, las cuales suelen responder a diversos intereses, sempiternamente encabezados por lo material o económico.
Todo esto redunda y demuestra nuestra compulsiva obsesión posesiva e infantil, que nos conduce a apropiarnos de todo
Empezando por el caso quizás más absurdo, cuando una viguesa registró notarialmente la propiedad del Sol, supongo que para así cobrar por la luz y el calor. Pero que no hizo más que imitar a los que clavando banderas en el fondo oceánico o en la Luna, mismo inmatriculando la Mezquita de Córdoba, también han pretendido reclamar la posesión y legitimidad sobre cualquier cosa.
Y si esto todavía sigue pareciendo absurdo, no lo es tanto y supone un grave aviso que lobbies y demás parafernalia de la especulación pretendan adueñarse de un (otro) recurso natural como es el agua, convirtiéndola en acciones bursátiles (el “Monopoly” con dinero contante), algo que ya ha ocurrido en Australia y Londres. Mientras que otras acaparaciones del líquido y vital elemento, esta vez en forma de (mega)presas (otro tipo de barreras), están tensionando (más) el panorama internacional, con las intenciones de Turquía sobre las fuentes del Tigris y el Eúfrates; las de Israel sobre la cuenca del Jordán; las de Estados Unidos en torno al río Colorado; o los planes de China sobre las aguas que bajan del Himalaya, que afectarían a millones de personas, sin olvidar que presas como las “Tres Gargantas” parecen haber provocado algún seísmo e incidido sobre el clima. Todo lo cual redunda y demuestra nuestra compulsiva obsesión posesiva e infantil, que nos conduce a apropiarnos de todo, sea vegetal, animal, mineral, territorio, aguas marinas o fluviales; inventando para ello cualquier tipo de barrera para delimitar tal o cual adscripción.
Iba a terminar diciendo eso de “que corra el aire”, pero también parece que podemos ponerle precio y especular con eso. Por lo que, además de los dichos antes referidos, me parece a mí que a este paso nos van a cobrar “hasta por respirar”; como ya hemos podido ver en Brasil con las botellas de oxígeno en esta pandemia y que podría extenderse a los casos de contaminación en las grandes urbes. De hecho, ante la ola de calor que se está produciendo estos días en la costa oeste de Canadá y EE UU, además de que el agua corriente sepa a tierra por la sequía y, por consiguiente, la embotellada sea “oro”, se han tenido que habilitar salas de enfriamiento, algo en lo que también habrá quien piense que puede haber negocio, con el calentamiento climático que estamos provocando y la previsión de la revista antes referenciada. A pesar de ello, en solo dos días han muerto cerca de un centenar de personas por golpes de calor.
En definitiva, culturalmente apostamos por las barreras, sean autoimpuestas o derivadas de las también conocidas como “brechas”: económica, tecnológica, educativa, etcétera. Quizás por eso haya quien niegue el cambio climático, como los dirigentes de las industrias petroleras que ven peligrar su “gallina de los huevos de oro”, aunque sea a costa del mundo entero (y harán lo mismo las empresas de agua o las que se dediquen al enfriamiento). Como también ocurre con el proceso evolutivo (no conveniente para muchas creencias) o la igualdad de género, etnia o cualquier otra barrera que sirva como estéril profiláctico frente al resto, es decir, ante “lo que queda tras haber extraído o sustraído algo”.