Ardemos
Arde Canadá, arde Francia, arden las temperaturas del planeta, ardemos emocionalmente y hay corrientes político-sociales hacia la inmolación o la piromanía social. Por motivos diferentes, pero todas estas situaciones queman igualmente e, incluso, arrasan
En Canadá se están produciendo una serie de megaincendios forestales (desde enero, van casi 400). Un nuevo término y fenómeno que, por desgracia, está pasando a convertirse en habitual, pues todavía resuena el crepitar de la madera ardida en Siberia y EEUU el año pasado, como escribí aquí mismo.
Los megaincendios forestales son debidos a las condiciones climáticas extremas, como altas temperaturas, sequía y vientos fuertes, que provocan que se propaguen rápidamente y sean difíciles de contener y extinguir. Por supuesto han generado una gran destrucción de la vegetación, así como daños en viviendas, infraestructuras y recursos naturales. Además, han causado la evacuación de comunidades enteras, obligando a miles de personas a abandonar sus hogares.
Las consecuencias de estos megaincendios también son significativas y muy negativas para la biodiversidad, la contaminación y pueden afectar a la calidad del agua y de los ecosistemas acuáticos. Además, acarrean efectos perjudiciales para la salud humana, pues el humo que generan contienen partículas y sustancias químicas tóxicas, que pueden provocar problemas respiratorios y agravar condiciones médicas existentes (en el anterior artículo mencioné la cifra de siete millones de muertes el año pasado por contaminación, lo que la convierte en una de las causas principales de defunción en el mundo). Y ha sido noticia que el humo de los incendios forestales en Canadá ha llegado hasta Europa y, concretamente, a España.
Aumentando también nuestro vocabulario de desastres, está el fenómeno conocido ahora como “la banlieue”, palabra francesa que se refiere a los suburbios marginales y periféricos que rodean a las principales ciudades del país, especialmente París. Estas áreas suelen caracterizarse por problemas socioeconómicos, alta densidad de población, viviendas precarias y falta de oportunidades. Lo que refleja la persistente desigualdad socioeconómica y la marginalidad que afecta a los suburbios periféricos de las principales ciudades francesas. Pero que igualmente pueden darse en cualquier parte del mundo, si lo que se predica y practica es la exclusión y no hay integración social.
Muchos de estos suburbios albergan a poblaciones desfavorecidas, compuestas principalmente por inmigrantes de segunda y tercera generación (resultado del colonialismo depredador), lo que, unido a la falta de inversión y atención por parte de las autoridades, así como a la discriminación sistémica, han contribuido a la marginalización de estas áreas. Así, aunque no sea un fenómeno homogéneo, ya que cada suburbio puede tener sus propias particularidades y desafíos, en algunos está habiendo tensiones sociales, descontento y brotes de violencia, que se asocian con la frustración acumulada, el malestar social, la brutalidad policial, la discriminación racial, la falta de oportunidades laborales y la segregación urbana.
Hay estudios que están poniendo de manifiesto cómo las normas sociales y culturales influyen en la forma en que respondemos al cambio climático, lo cual provoca emociones conflictivas y dilemas afectivos
En cambio, parece que la xenofobia y el patriotismo excluyente sacan provecho de ello, con sus partidarios alimentando pasados y fallidos planteamientos, que se vuelven a esgrimir como respuesta defensiva. Una contradicción que también se observa en la preocupación y miedo que el aumento de las temperaturas está generando en todas las partes del mundo. Algo que debería descalificar a los negacionistas del cambio climático, que además suelen coincidir con los xenófobos y patriotas excluyentes pero que, sin embargo, parece que recaban votos y adeptos, tanto ante un hecho (marginalidad) u otro (cambio climático), quizás por la (mala) costumbre de recurrir a totalitarismos, a la “mano dura” o a esconder el problema –cual avestruz– cuando no se sabe más.
También hay estudios que están poniendo de manifiesto cómo las normas sociales y culturales influyen en la forma en que respondemos al cambio climático, lo cual provoca emociones conflictivas y dilemas afectivos. De hecho, se están dando una serie de reacciones que ya se conocen como “emociones climáticas”. Como la ansiedad y la angustia que provoca la incertidumbre sobre el impacto del cambio climático en nuestras vidas y en las generaciones futuras, unido a la frustración e ira ante la falta de acción política al respecto (en unos casos más que en otros). Además o con el hecho contrastado de las 62 mil personas que murieron en Europa el verano pasado por esta causa (concretamente entre el 30 de mayo y el 4 de septiembre), según el estudio recientemente publicado en Nature Medicine, con Italia (18 mil) y España (11 mil) a la cabeza.
Sin salirnos de Europa, si en mi artículo anterior señalaba que la producción agrícola de España se calcula que este año será una cuarta parte de lo habitual, sumado a que superar los 40º ya no se considera excepcional (como está pasando en Granada, Teruel o Albacete), resulta que los escandinavos están “gozando” de temperaturas tropicales, pero dándose cuenta de que eso no es nada bueno. Como ha pasado en Dinamarca, donde el índice de sequía ha llegado a 9 (en una escala sobre 10), entre el 31 de mayo y el 25 de junio de este año, provocando cuantiosas pérdidas (unos 1.000 millones de euros) y arruinando a agricultores.
Encima de que los últimos siete años han sido los más cálidos desde que se tienen registros, este mes ya se ha batido no una sino dos veces el récord de temperatura media del planeta –lo que generalmente pasaba al menos con decenas de años de por medio– y se espera que en este verano no quede ahí la cosa. Otra prueba más de la velocidad del calentamiento global, que no solo implica el aumento de las temperaturas y fenómenos meteorológicos extremos (como las inundaciones habidas en Zaragoza o el inmenso granizo que ha cubierto Vitoria estos días), sino que también modifica todas las áreas económicas, sociales y políticas.
Por lo que o reaccionamos o nos dejamos cocer como la rana, falsamente seguros en nuestra supuesta zona de confort y sin tener en cuenta que nos estamos quemando. Algo que parece ser a lo que nos abocan políticas que quieren ralentizar la transición ecológica, que se alinean con el negacionismo y que contradicen las inversiones necesarias para el desarrollo de una economía verde. Mientras que otras enfatizan la necesidad de tomar medidas urgentes ante la crisis climática, incrementar la transición ecológica y proteger el capital natural.
Deberían ser los criterios científicos los que dirimiesen la disputa ideológica y política sobre la crisis climática
Así que deberían ser los criterios científicos los que dirimiesen la disputa ideológica y política a este respecto, y la ciencia indica claramente que resulta crucial actuar de manera rápida y ambiciosa (vuelvo a recordar que ya van 6 informes de la ONU en este sentido, compuestos cada uno de unos 20 mil estudios, es decir, sobre 120 mil en total, aprobados por los respectivos países).
Aunque hablando de ciencia también hay grandes diferencias entre los planteamientos ideológicos, como acaba de poner de manifiesto el análisis de un astrofísico sobre los programas electorales de las fuerzas políticas que se disputan el gobierno de España el próximo 23 de julio. En su red social y según recoge un medio de comunicación, Pablo Pérez González sentencia que “de los cuatro partidos estatales, creo que queda claro quién le da importancia a la ciencia y quién la obvia por completo”.
Lo que sumado al negacionismo, al antiecologismo, al capitalismo salvaje, a la exclusión social o a la censura y alergia a la cultura (nuestro propio cultivo como sociedad), generalmente envuelto en patriotismos rancios y un característico egoísmo subyacente, parece que algunas opciones políticas son o suponen, más bien, inmolaciones sociológicas. Como las del siglo pasado a estas alturas, pero que seguimos repitiendo por nuestras fronteras, sean territoriales o privativas.
Arde París es una canción del repertorio de Ana Belén, Arde Bogotá un nuevo grupo musical español y Arde Lucus un claro y magnífico ejemplo de cómo la política y la cultura pueden ir de la mano –como hizo el entrañable profesor de filosofía y alcalde de Lugo, Pepe Orozco, al que le dedico este artículo–.
Ojalá que lo de arder fuese para hacer estas referencias y no las otras. A ver qué gobiernos, poderes fácticos y fuerzas sociales procuran remediar la situación planetaria a la que nos enfrentamos o, por el contrario, hacen que nos sigamos cociendo cual ranas en el agua puesta al fuego, que esos mismos alimentan. ¿Serán “pirómanos sociales”, arrasando con todo lo que no piense igual? Por desgracia, también tenemos muchos (malos y horribles) ejemplos de ello.