Las normas de la familia Puig, el socio más exigente de Adolfo Domínguez
A medio camino entre la estética y la economía, el grupo catalán ve languidecer su matrimonio con el modisto ourensano mientras apuesta por Textil Lonia
Los Puig son una mezcla de estética y economía que envuelve a su propia narrativa. La nube enmarca al guepardo de los mercados del olfato; y he aquí una muestra de su rapidez: el día que Jean Paul Gaultier decidió dejar el prêt-á-porter para centrarse en la alta costura, Marc Puig, ya le había comprado la empresa. Llegado el momento, un creativo puro, como Gaultier, harto de la contabilidad y las auditorías, se dijo «zapatero a tus zapatos», y fue entonces cuando apareció un primer ejecutivo de la economía global, como Puig, y le retiró.
Gaultier lo define así: «fue un coup de foudre (flechazo)». El creativo supo que sus diseños y la empresa Antonio Puig, SA estaban hechos el uno para el otro. La capacidad de unir opuestos se le da bien a Marc Puig, conductor de la tercera generación de la perfumera de origen familiar, y único vicepresidente confirmado del Círculo de Economía en la etapa que se iniciará ahora bajo la batuta de Juan José Brugera, relevo del gallego Antón Costas. Pronto conoceremos a otros «vices» (uno de ellos será Jaume Guardiola, suplente de lujo de Josep Oliu).
El buen gusto guía al éxito; en cambio, la racanería va directa al fracaso, como le ocurre a Adolfo Domínguez que vive un desacuerdo con uno de sus accionistas de referencia -los perfumeros catalanes controlan el 14% de Adolfo Domínguez- con desenlace conocido: la salida del consejo de José Luis Nueno, profesor, consultor y representante de Puig en la costurera ourensana, en un movimiento comunicado recientemente a la CNMV.
Hace ya mucho que los Puig temieron ver languidecer a sus aromas sin el buen concurso de la moda. En las escuelas de negocio lo llaman benchmarking: se especializaron en matrimonios de conveniencia, perfume y trapo, y llegaron a mantener vivo el interés de sus fragancias por parte del público montados en la narrativa del fashion moderno, que es lo que mola. Decidieron recuperar el diseño de ropa en Paco Rabanne, hoy al cargo de Julien Dossena, y en Nina Ricci, que ha pasado a manos de Guillaume Henry. Y luego, en 2011, llegó Gaultier.
Adolfo Domínguez, el partenaire
Y no por casualidad sino porque Marc Puig y su tribu de la Casa Puig habían vuelto al redil del abuelo, el pionero. En la Torre Puig de la Plaza Europa de la Gran Vía de Barcelona (un Moneo salpicado de GCA de 100 metros de altura y 22 plantas) se halla la meta de más de 4.000 empleados con presencia en 130 países y 1.500 millones de euros de facturación. El quinto fabricante mundial de la especialidad, con «case study» en Harvard, revienta las tripas de cualquier partenaire.
Y Adolfo Domínguez es un «partenaire», aunque no cumpla con igual intensidad las exigencias de arrojo y permanencia. Domínguez tiene lo primero, pero va más flojo en lo segundo. Y si algo saben los Puig, aparte de inventar fragancias y vender sueños, es que permanecer tiene premio. Adolfo Domínguez ha dado un tijeretazo sin precedentes a su red de tiendas. Desde 2012, cuando alcanzó los 721 establecimientos, la compañía ha recortado casi un tercio el número de locales.
En San Cibrao das Viñas, emblema de la sastrería-confección gallega no se augura una Navidad pletórica. La empresa sin protocolo y sin consejero delegado ha ido desdibujando su patrimonio genético a base de abandonos, como el de los hermanos del patrón, Adolfo Domínguez, que se escindieron para crear Textil Lonia. El frente atlántico de los Puig ha perdido interés; la separación de destinos, entre los perfumeros catalanes y Domínguez, era inevitable.
Terceros del mundo
Puede decirse que Antonio Puig, SA, en julio de 2008, oficializó el trasvase de poder a la tercera generación e inició una etapa nueva marcada por la aceleración y el sentido del vértigo. Fue una noche de julio en Les Ginesteres, la finca familiar situada en El Maresme, cuando Marc Puig, junto a sus hermanos y primos, homenajeó a sus padres y tíos, la segunda generación, descendiente directa del pionero, Antonio Puig.
Aquella fiesta respondió a un desafío: en 2020, los Puig quieren ser los terceros del mundo, con una cuota de mercado del 12%. En Les Ginesteres hubo promesas y sueños, con invitados amigos de los mejores años de la excelencia en el diseño, como André Ricard o Paco Rabanne. Pocas semanas después, murió Enric Puig, símbolo de la segunda generación, y fue despedido por un artículo elogiástico de Javier Godó en La Vanguardia que dejó flotando en el ambiente una honda sensación de añoranza. El pasado no volvería; el futuro, en cambio, aleteaba a diario como una presa fácil.
Grupo Puig cuenta ya con 100 años de historia desde sus inicios. Su fundador rompió moldes en la alquimia de las probetas finas y también en el mundo de la comunicación; divulgó sus fragancias de la mano de Alexandre Cirici Pellicer, el publicista y profundo conocedor del arte, cuyo legado se cruzó en el medio siglo con el de Giralt Miracle (padre).
La reconciliación necesaria con el Círculo
El primer Puig entró y salió de despacho como el pintor que abre para siempre la puerta de su atelier; un artista que, en sus carteles y cuadernos de notas, también destiló poesía tras las huellas de otro impensable colaborador desaparecido, el gran Juan Eduardo Cirlot, profesor conspicuo de los cincuentas, autor de Diccionario de símbolos (Siruela) y poeta oculto. Antonio fue la simbiosis cultura-economía, creación-industria. Ahora, su continuidad globalizada de la mano de Marc decanta un desafío.
La escalada de Marc Puig en el Círculo de Economía representa una reconciliación necesaria; el fin imposible del ladrillazo, el reinado de la química fina (Puig fragancias, sin olvidar el portentoso laboratorio Isdin) y la reversión del viejo sueño que encaja al heredero con el capitán de industria.