Poder (y no dinero): la razón del veto del Santander a Andrea Orcel
La presidenta del Santander y su entorno frustraron el fichaje de Andrea Ortel para conservar el mando y resistieron a las presiones de los fondos
La elección de Andrea Orcel como nuevo consejero delegado del grupo Santander a partir de comienzos de este año y la posterior marcha atrás del consejo de administración del banco que preside Ana Botín se ha zanjado con un aparente acuerdo entre el mayor grupo bancario español y el banco suizo de inversión UBS, dos formas diferentes de entender un mismo negocio.
Entre ambas decisiones han transcurrido cerca de cuatro meses. La justificación de dejar sin efecto hace apenas una semana el nombramiento de Orcel (acordado el 25 de septiembre de 2018) mantiene las buenas costumbres del banco cántabro de buscar siempre formas de entendimiento en la solución de los problemas, pero no esconde la presión que están ejerciendo los fondos de inversión sobre Ana Botín y su forma de gobernar el banco.
En el mercado, la marcha atrás del Santander ha suscitado muchas dudas. Los inversores institucionales no entienden que se pueda anunciar a bombo y platillo el fichaje del máximo ejecutivo de UBS “tras un exhaustivo proceso de búsqueda”, como señalaba la nota oficial, y unos meses después se dé marcha atrás alegando la imposibilidad de “compensar la pérdida de siete años de salario diferido del banquero” suizo, que supondría un desembolso de alrededor de 50 millones de euros. Vamos, el Santander “desconocía” que tuviera que pagar la cláusula de rescisión.
De los fondos a los temores de Ana Botín
Para quienes han estado más cerca de la operación su desenlace no ha sido exclusivamente una cuestión de dinero. Algunas fuentes consultadas por este medio aseguran que Andrea Orcel no era el candidato de Ana Botín, sino que, en realidad, era el preferido de los fondos de inversión, que, a la postre, son los que mantienen a los presidentes y consejeros delegados en sus puestos, siempre y cuando la remuneración al capital sea la correcta.
La presidenta del Santander temía que la llegada de Orcel fuera un primer paso para tomar todo el poder en la entidad. Y se ha dado cuenta antes de que fuera tarde. El comunicado del 15 de enero pasado ha sido una justificación razonable, pero poco convincente.
El perfil de Andrea Orcel y su mochila
Los que conocen a Andrea Orcel saben que, además de ser un hombre que conoce a la perfección los tinglados bancarios (estuvo en Goldman Sachs, Merrill Lynch y Bank Of America, antes de aterrizar en UBS en julio de 2012), no es amante de las responsabilidades compartidas, algo que todavía se estila en la gran banca española, donde las figuras de presidente y consejero delegado no dejan claro quién manda sobre qué, para más irritación del Banco Central Europeo.
Gente que ha trabajado con él asegura que Andrea Orcel “no puede ser número dos de ningún sitio; o es el número uno o nada”. Su llegada iba acompañada de la de un hombre de su confianza, lo que quizás disparó las alarmas en el núcleo duro del banco y los hombres de confianza de Ana Botín, como Rodrigo Echenique.
La gobernanza del Santander
Lo que sí subyace detrás de esta aparente contradicción (elección y posterior rechazo) es el pulso de fuerza que siguen manteniendo los inversores con la cúpula del banco por la forma de llevar la gobernanza del mismo. Y es un aviso para navegantes.
No corren buenos tiempos para el sector bancario, pese a que 2019 ha despertado el apetito comprador en el sector financiero, tras un 2018 para olvidar. Y los tipos seguirán bajo cero este ejercicio. Según consta en la CNMV, BlackRock es el principal accionista de Santander. Declara poseer el 5,585%.
Ana Botín se estrenó en la presidencia del Banco Santander el 10 de septiembre de 2014, a la muerte de su padre, Emilio Botín, el hombre que mejor ha controlado a los fondos de inversión. Sólo cuatro meses después de su nombramiento el mercado se salió con la suya y obligó a aprobar una ampliación de capital de 7.500 millones de euros (el 10%) el capital, que vino acompañada de un brusco giro en la retribución a los accionistas: recorte del 66% del dividendo. En 2017 fue necesaria otra operación similar por importe de 7.076 millones, aunque esta vez el fin era bien diferente: sanear el Banco Popular adquirido a la JUR.