Septiembre tiene la culpa

CRÓNICAS DE VERANO

Recibe nuestra newsletter diaria

O síguenos en nuestro  canal de Whatsapp

Ni Sara Carbonero, ni algún brote verde como el ligero repunte del PIB, ni tan solo el cartel de cerrado por vacaciones impedirá que en la retina de todos, usufructuarios, propietarios u obreros, quede embalsamada la foto fija de un país que, con el paréntesis de agosto, puede acabar el año pensando de forma coral que cualquier tiempo pasado fue incluso mejor.

Tanto da que el calidoscopio sea español o catalán. Tratándose de sensaciones, la óptica es lo de menos. Lo que viene a la vuelta de las vacaciones se dibuja en el lienzo prevacacional con trazos de pesadilla económica y migraña política. Los efectos de la subida del IVA, el ajuste fiscal, la rebaja salarial a los funcionarios, la ocupación de los hoteles, el gasto en la hostelería y, por supuesto, la necesidad colectiva de superar la crisis deberán verse en septiembre. Es un mes inexcusable para conocer cómo avanzamos y finiquitar un annus horribilis en la cosa del dinero.

Los retos económicos de la recta final de este 2010 que avanza son de órdago. Y dinámicos. Nada permanece, nada es estable y los mercados son, en ese magma, los reyes del desorden. Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas, escribió Mario Benedetti. Y acertó el escritor uruguayo. Si esta crisis tiene cara propia, es una cara cambiante. En España hemos pasado de tener el mejor sistema financiero del mundo (Zapatero, sic) a reorganizar con prisas y fondos públicos el sistema de cajas de ahorros en menos de 12 meses. De grandes inmobiliarias internacionalizadas (Colonial, Sacresa, Vallehermoso, Metrovacesa, Martinsa…) a grandes deudores que habitan en el precipicio financiero. Los economistas, esos altivos forenses de las crisis, han perdido el oremus y sus diagnósticos tienen casi el mismo sentido común y capacidad prospectiva que pueda emplear cualquier ciudadano medio informado. Es decir, zozobra.

Cita con las urnas
No pinta mejor en política. Catalunya irá a las urnas, sea en octubre o en noviembre. Huele a final definitivo de tripartito, pero ni las encuestas ni la prudencia analítica facilitan el resultado de la quiniela. ¿CiU-PSC: X; PSC-ERC: 1; ICV-PP: 2? Todos los resultados son posibles y tanto da quién juegue de local y quién de visitante. La liga política catalana está abierta: ¿Será capaz Artur Mas, ese Kennedy catalán inconcluso, de capitalizar los errores, el hartazgo de un desgobierno de coalición que durante ocho años ha sido incapaz de hacer fortuna? ¿Podrá Pepe Montilla, el cordobés, explicar a su electorado sociológico que el matrimonio de estos años con ERC ha sido de conveniencia, que ahora toca separación de bienes y que lo de Castells, Tura, Geli y Maragall es apenas un punto negro que arrancar en la próxima limpieza facial?

La migraña política que se avecina requerirá atención preventiva. Si las últimas elecciones catalanas ya se miraban en el espejo español durante toda la campaña electoral, que nadie se extrañe si las brunetes y otras divisiones más o menos acorazadas invaden en otoño el espacio político catalán, con su paradisiaco oasis, sus 3%, sus correbous autorizados y su autoestima nacionalista siempre a punto y apuntada hacia Madrid. Y, ojo, que desde fuera nos perciben con más atino que desde la endogamia feliz que rodea la plaça Sant Jaume, sus medios de comunicación, sus discursos políticamente correctos y su corte de hombres y mujeres de catalanismo templado y assenyat.

Sociedad civil, militar y eclesiástica…
Es importante salir de la crisis económica para evitar la crisis política, el peor de los males posibles (“Para el que no tiene nada, la política es una tentación comprensible, porque es una manera de vivir con bastante facilidad”, Miguel Delibes). Nunca en el último cuarto de siglo ha sido tan importante que los brotes verdes maduren y puedan cosecharse. Ni Zapatero ni Rajoy saben cuán importante es que las empresas vuelvan a vender, a contratar y a generar beneficio. Gobernar con un 20% de paro, la sangre del sistema financiero coagulada y sin esperanzas de que eso remita de inmediato es una auténtica temeridad. Ni Gobierno ni oposición deberían permitírselo, sea quien sea el que ocupe esas responsabilidades. Pacto o cooperación, o lo que sea, es una vindicación de la sociedad, la civil, la militar y la eclesiástica (que, como siempre, sigue con sus decimonónicos dogmas manifestándose en los púlpitos o en la calle) a quienes tienen la coyuntural obligación de conducir las finanzas, los derechos, la moral y la administración pública.

Madrid, Barcelona, las pymes o las grandes empresas no pueden permitirse que la política y los políticos abandonen el país, la nación, las naciones o lo que corresponda, a su suerte. Es tanto como dictar una condena a la sociedad, a su ciudadanía y a su futuro. Es tanto cómo admitir que económica y políticamente nos toca vivir en un verdadero erial, en la mediocridad más absoluta.

Y eso está bien para disfrutar de un libro a la sombra durante las vacaciones, pero no para septiembre. Carguen sus biorritmos, disfruten de la espuma de la cerveza bien fría, del tinto de verano, del merecido descanso y de la reflexión apasionada. Si pueden, aprovechen el paréntesis. A la vuelta de ese inexcusable septiembre habremos de sortear no pocas curvas y es mejor estar prevenido contra el mareo.

Recibe nuestra newsletter diaria

O síguenos en nuestro  canal de Whatsapp