RaĆ­ces de los conflictos familiares que fuerzan la venta de Freixenet

Mientras crecen las familias Ferrer y Bonet, que tienen control en la bodega del PenedĆØs, tambiĆ©n aumentan las presiones para comprar y vender las acciones de la empresa

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Educados en el silencio y la austeridad, se les arrojó al mundo. El siglo XX lo ha sido todo en la vida de los Ferrer, y acaso sea esto lo que le permite a Josep Ferrer i Sala, presidente honorífico de Freixenet y artífice de su expansión por los cinco continentes, mantener a sus 90 años cumplidos la propiedad de la empresa de cava.

El último episodio de una disputa larvada entre los Ferrer y los Bonet, brazos consanguíneos de Freixenet, ha tenido lugar hace pocos días, cuando Economía Digital desveló la intención de compra por parte de los Ferrer de las acciones de sus socios, los Bonet y los Hevia Ferrer.

Hace algo más de un lustro, Josep Ferrer honró los orígenes de la marca recuperando la bodega sobre la que se sustentan los pilares de la empresa. Fue el regreso de Can Sala, una finca ubicada en la localidad de Sant Quintí de Mediona (Barcelona), donde empezó a cuajar el proyecto Freixenet de la mano de su abuelo, Joan Sala, en 1895.

En 1914, el año de la Gran Guerra, la finca dio a luz la primera botella de vino espumoso; luego llegarían el medio siglo y el olvido. Pero los padres del veterano presidente honorífico, Pere Ferrer Bosch y Dolors Sala Vivé, habían levantado la empresa gracias a la exportación, una actividad poco común en la España de la primera restauración borbónica.

Mientras la Europa de los héroes combatía en el Marne, la parrilla del Ritz y los restauradores franceses ofrecían el simpático vino de agujeritos, como un entrante telonero del añejo Veuve Clicquot.

Can Sala fue el origen del cava pero también ha sido el tótem de su división. Hoy se vive de lleno la escisión entre los dos grandes accionistas de Freixenet: los Ferrer y los Bonet, liderados estos segundos por José Luis Bonet i Ferrer, sobrino del primero, presidente del grupo y primer exponente de la Cámara Oficial de Comercio de España.

La viña se aferra mejor en las almas temerosas que en las cabezas exploradoras. Tal vez por eso, Can Sala es mucho más Ferrer que Bonet y quizá por el mismo motivo la Freixeneda (la finca que dio nombre a la marca de cava) arropa mejor la nostalgia de los que aman el pasado. Cuando los muros protegen las raíces, no hay protocolo de familia que resista al encanto de los remontes de la uva entre los verdes de mayo.

El año de la dispersión

Pilar Ferrer Sala, la madre de José Luis Bonet y hermana de Josep Ferrer murió el pasado enero, abriendo a su larga descendencia la titularidad de una tercera parte de la compañía.

A sus 98 años, la señora Ferrer retenía la propiedad de alrededor de un tercio del capital del grupo, mientras que el resto del accionariado se ha repartido hasta ahora entre su hermano, José Ferrer, su hermana, Carmen Ferrer (también nonagenaria), y los hijos de ésta, los Hevia Ferrer, representados por Enrique Hevia, vicepresidente, director financiero de la empresa, y uno de los directivos más influyentes en la gestión de Freixenet.

Como es conocido, los Hevia tantearon la compra del resto de participaciones pero finalmente se han colocado en posición vendedora.

Las empresas familiares buscan profesionales

En Freixenet, el empuje de los que quieren mantener la titularidad se impone por el peso de la historia. El caso de la empresa de cava no es distinto al de otras empresas familiares catalanas como las químicas Esteve, Uriach o Almirall, cuyos accionistas han ido solventando sus diferencias de criterio a base de ceder la gestión en manos de profesionales desvinculados de la propiedad.

En Cementos Molins, con el fichaje de Julio Rodríguez, ex presidente de Schneider Electric, este profesional desempeña el liderazgo ejecutivo y sustituye en la gestión a Juan Molins Amat. Cementos Molins se ha convertido en uno de los ejemplos más claros de propiedad horizontal disgregada unida a una gestión externa y reforzada.

Llegan las nuevas generaciones

Con el fallecimiento de Pilar, en Freixenet sólo quedan dos miembros de la segunda generación, que hasta 2010 no sólo eran los únicos accionistas, sino que eran los únicos miembros del consejo de administración del grupo.

A partir de ese año, la primera compañía productora de cava española dio entrada en el consejo de administración a los 12 primos de la tercera generación, mientras que los cuatro hermanos de la segunda pasaron a integrar la comisión de experiencia, un órgano consultivo adscrito al consejo de administración.

Como en otras empresas de raíz familiar, los hechos sucesorios de Freixenet tienen que ver con la mentalidad refractaria de sus accionistas respecto a las bolsas de valores.

El empresario catalán promedio vive en el humus del control a toda costa, organiza sus intereses en comanditas y mira con desdén la sociedad anónima mercantil que ha desarrollado el capitalismo y los mercados con asignaciones racionales y pingües beneficios. El culto a la propiedad de los industriales catalanes solo es comparable con el apego a la tierra de los agroalimentarios.

El caso de Codorniu

En la base de la pirámide accionarial de este tipo de empresas se depositan a partes iguales el rencor y el deseo de liquidez. La otra gran empresa de cava, Codorniu, se convirtió en una estructura de cruces infinitos sobre la herencia de Manuel Raventós, el hombre de acción y filántropo que levantó un imperio y supo destruirlo legando los Palacios del Vino, las arquitecturas modernistas de un tiempo que hubiesen envidiado los Sforza milaneses y admirado los Medici florentinos.

Sea como sea, Freixenet no es la excepción de la tradición del empresariado autóctono. Los numerosos primos hermanos, que comparten los apellidos Ferrer, Bonet, Hevia o Sala representan la disgregación de un interés, que no siempre puede derivarse del valor neto patrimonial de la compañía, pero que tendría un precio objetivo si la empresa cotizara en bolsa.

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